3
El verano no había hecho más que empezar, y cómo cada año, pasábamos un mes en la playa. Un mes que durante todo el año se mostraba como una oportunidad para aumentar mi cultura literaria y artística pero que acababa siendo una pérdida de tiempo constante consistente en ver un capítulo tras otro de series que simulaban una vida perfecta, vida a la que muchos aspiran, vida que nunca tendrán, vida con la que yo hacía ya tiempo que no soñaba.
Incomprendida. Sí, supongo que así me sentía por aquel entonces, y por eso la aparición de alguien como Casiopea cambió mi vida. A veces, cualquier cosa que se salga del molde tira de las personas que se aferran a él de tal manera que se desparraman, se pierden en la esencia de otra persona, dependen de ella, quedan olvidadas, desaparecen. Y eso me pasó a mí, porque cuando Casiopea aparece en la vida de alguien, cuando se va, no se va con las manos vacías.
4
Me desperté aún aturdida por un sueño extraño. Otro sueño más, otro día más. Pensé en escribir un libro, o quizás leerlo, y al final me decanté por ir a la playa con la única compañía de París era una fiesta. Quizás así me sentiría un poco más tranquila, aunque fuera mediante la abstracción a un mundo paralelo. Siempre he evitado la playa, y aún más en verano, pero era inevitable intentar cambiar mi modo de vida cuando realmente la que necesitaba cambiar era yo misma. Pero no me daba cuenta, o mejor, no quería darme cuenta.
Me levanté cual zombi, bajé de la cama en un intento de poner orden en mi vida, consiguiendo únicamente resbalarme con un calcetín que andaba por ahí. El cuarto, que compartía con mi hermano, estaba lleno de ropa sucia por el suelo. Las camas colocadas en forma de L en la esquina izquierda del cuarto, una gran ventana a la derecha cerrada de par en par, y un armario a la izquierda de la puerta completamente abierto con un espejo en frente. Me acerqué lentamente al espejo, y no pude evitar sentirme extraña. No solía hacerlo, y verme reflejada en él solo aumentaba mi desconfianza. Solo veía a una chica desaliñada delgada, de altura media y cara pálida como la leche. Tenía el pelo corto, mal cortado y parcialmente teñido de azul grisáceo que mostraba el decrépito estado en el que yo misma me encontraba. Un piercing sobresalía de mi labio inferior, y a pesar de ser verano, mi cara estaba tan o incluso más pálida que nunca, resaltando así mis ojos tristemente marrones, normalmente cubiertos por un plástico grisáceo en un intento de parecer otra persona. Mi físico, como el lector puede apreciar, no es más que un constante intento de sentirme y parecer diferente, consiguiendo así parcialmente lo segundo, más fallando absolutamente en lo primero. Los pies descalzos mostraban un pintauñas verdoso que cubría todas las uñas de mi cuerpo, mostrando así los mil y un intentos de cambiar, de ser más importante, más atractiva, diferente. Todos claramente fallidos. Era consciente de ello, pero no me importaba. Yo lo sabía, los demás no. Vivía cómoda bajo esa aura de persona alternativa e interesante que todos creían que era. Me había quedado dormida con la ropa del día anterior, y ni siquiera hice el amago de cambiarme; unos pantalones anchos recogidos en los tobillos, con dibujos de elefantes sobre un fondo gris caían de mi cadera huesuda, y una camiseta de tirantas blanca se ceñía sobre mi cuerpo, ni siquiera pensé en ponerme el traje de baño. Me recogí el pelo en un moño y salí del cuarto sonriendo. Parecía una chica feliz, independiente, tranquila, pero no era más que otra chica indecisa y vulnerable.
Llegué a la cocina y puse dos trozos de pan en la tostadora. Abrí la nevera y saqué uno de los tomates famosos de la zona y corté varias lonchas. No había nada mejor que el desayuno. Un poco triste que la alegría de la mañana se diera gracias a una triste tostada. Dejé a un lado todos esos pensamientos y me centré en lo bonito que era el día que tenía por delante. Me senté en la mesa del salón, justo al lado de la cocina para disfrutar de un desayuno tranquilo, el sol brillaba a través de la ventana y se filtraba a través de la cortina aún cerrada. No pude evitar levantarme y abrirla, que entrara aire, que entrara luz. Extrañamente, no veía a nadie de mi familia por la casa esa mañana. No lo pensé mucho, recogí los platos y tranquilamente me paseé un rato por la casa, encontrándola más vacía que nunca. Abrí todas las ventanas, subí todas las persianas y sin poder aguantarlo más, cogí el libro del mueble del recibidor, dejé el móvil y salí de la casa rápidamente, llevando conmigo únicamente las llaves y el libro. No sabía cómo, el odio hacia el mundo y mi persona aumentaban constantemente. Con gente me sentía vacía, pero sola me podría cada vez más.
No había ni salido de la casa cuando me crucé con mi madre.
El verano no había hecho más que empezar, y cómo cada año, pasábamos un mes en la playa. Un mes que durante todo el año se mostraba como una oportunidad para aumentar mi cultura literaria y artística pero que acababa siendo una pérdida de tiempo constante consistente en ver un capítulo tras otro de series que simulaban una vida perfecta, vida a la que muchos aspiran, vida que nunca tendrán, vida con la que yo hacía ya tiempo que no soñaba.
Incomprendida. Sí, supongo que así me sentía por aquel entonces, y por eso la aparición de alguien como Casiopea cambió mi vida. A veces, cualquier cosa que se salga del molde tira de las personas que se aferran a él de tal manera que se desparraman, se pierden en la esencia de otra persona, dependen de ella, quedan olvidadas, desaparecen. Y eso me pasó a mí, porque cuando Casiopea aparece en la vida de alguien, cuando se va, no se va con las manos vacías.
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Me desperté aún aturdida por un sueño extraño. Otro sueño más, otro día más. Pensé en escribir un libro, o quizás leerlo, y al final me decanté por ir a la playa con la única compañía de París era una fiesta. Quizás así me sentiría un poco más tranquila, aunque fuera mediante la abstracción a un mundo paralelo. Siempre he evitado la playa, y aún más en verano, pero era inevitable intentar cambiar mi modo de vida cuando realmente la que necesitaba cambiar era yo misma. Pero no me daba cuenta, o mejor, no quería darme cuenta.
Me levanté cual zombi, bajé de la cama en un intento de poner orden en mi vida, consiguiendo únicamente resbalarme con un calcetín que andaba por ahí. El cuarto, que compartía con mi hermano, estaba lleno de ropa sucia por el suelo. Las camas colocadas en forma de L en la esquina izquierda del cuarto, una gran ventana a la derecha cerrada de par en par, y un armario a la izquierda de la puerta completamente abierto con un espejo en frente. Me acerqué lentamente al espejo, y no pude evitar sentirme extraña. No solía hacerlo, y verme reflejada en él solo aumentaba mi desconfianza. Solo veía a una chica desaliñada delgada, de altura media y cara pálida como la leche. Tenía el pelo corto, mal cortado y parcialmente teñido de azul grisáceo que mostraba el decrépito estado en el que yo misma me encontraba. Un piercing sobresalía de mi labio inferior, y a pesar de ser verano, mi cara estaba tan o incluso más pálida que nunca, resaltando así mis ojos tristemente marrones, normalmente cubiertos por un plástico grisáceo en un intento de parecer otra persona. Mi físico, como el lector puede apreciar, no es más que un constante intento de sentirme y parecer diferente, consiguiendo así parcialmente lo segundo, más fallando absolutamente en lo primero. Los pies descalzos mostraban un pintauñas verdoso que cubría todas las uñas de mi cuerpo, mostrando así los mil y un intentos de cambiar, de ser más importante, más atractiva, diferente. Todos claramente fallidos. Era consciente de ello, pero no me importaba. Yo lo sabía, los demás no. Vivía cómoda bajo esa aura de persona alternativa e interesante que todos creían que era. Me había quedado dormida con la ropa del día anterior, y ni siquiera hice el amago de cambiarme; unos pantalones anchos recogidos en los tobillos, con dibujos de elefantes sobre un fondo gris caían de mi cadera huesuda, y una camiseta de tirantas blanca se ceñía sobre mi cuerpo, ni siquiera pensé en ponerme el traje de baño. Me recogí el pelo en un moño y salí del cuarto sonriendo. Parecía una chica feliz, independiente, tranquila, pero no era más que otra chica indecisa y vulnerable.
Llegué a la cocina y puse dos trozos de pan en la tostadora. Abrí la nevera y saqué uno de los tomates famosos de la zona y corté varias lonchas. No había nada mejor que el desayuno. Un poco triste que la alegría de la mañana se diera gracias a una triste tostada. Dejé a un lado todos esos pensamientos y me centré en lo bonito que era el día que tenía por delante. Me senté en la mesa del salón, justo al lado de la cocina para disfrutar de un desayuno tranquilo, el sol brillaba a través de la ventana y se filtraba a través de la cortina aún cerrada. No pude evitar levantarme y abrirla, que entrara aire, que entrara luz. Extrañamente, no veía a nadie de mi familia por la casa esa mañana. No lo pensé mucho, recogí los platos y tranquilamente me paseé un rato por la casa, encontrándola más vacía que nunca. Abrí todas las ventanas, subí todas las persianas y sin poder aguantarlo más, cogí el libro del mueble del recibidor, dejé el móvil y salí de la casa rápidamente, llevando conmigo únicamente las llaves y el libro. No sabía cómo, el odio hacia el mundo y mi persona aumentaban constantemente. Con gente me sentía vacía, pero sola me podría cada vez más.
No había ni salido de la casa cuando me crucé con mi madre.
- ¡Pero hija! ¿A dónde vas con esas pintas?
- A la playa… voy a leer un rato – dije tranquilamente.
- Muy bien, así me gusta, aprovechando el veranito, pero échate crema que vas a parecer una gamba – dijo sonriente.