¡Buenos días! Me llamo Héctor, Héctor Tuga, y soy fotógrafo.
Todos creen que soy un fotógrafo como cualquier otro, pero te voy a contar un secreto: es mentira. Tócate la nariz con el cuarto dedo de la mano derecha y cierra los ojos muy fuerte. Venga hazlo, que te estoy viendo. Si no lo haces me voy a enterar y no te contaré más secretos. Bien, prosigamos… ¿Sabes por qué es mentira? Bueno, te voy a contar una historia cortita… ¡Y espérate a qué acabe eh!
Hace unos añitos (no voy a decir cuántos), llegó al mundo el ser más bonito que puedas imaginar… ¡yo! Mi madre aún vivía en Villa Careta y esperaba ansiosa mi llegada (normal, era tan guapo…). Llegué, como de costumbre, puntual como un reloj azul: a las doce de la mañana estaba en su puerta. Medía unos ochenta centímetros y sonreía como un colibrí. ¡Uy, se me olvidó! En mi mundo, los niños crecen de los árboles y cuando adquieren un tamaño de unos setenta u ochenta centímetros caen por su propio peso y van en busca de sus futuras familias. Sin duda, un nacimiento mucho más normal que el de los raritos esos de la Tierra. Perdóname, que tengo la costumbre de enrollarme como una persiana e irme por las ramas como una manzana.
Yo era un jovencito la mar de simpático, y sin duda el más guapo. En Villa Careta, todos tenían unas caras coloridas muy extrañas, y daban mucho miedo. Imagínate, ¡no tenían ni párpados! Y una sonrisa en la boca que no se movía ni para comer. Yo era un poco raro y tenía cara de terrícola. Sin duda, los terrícolas son raros, pero tienen caras bonitas, aunque muchos pueden discrepar en esto.
Villa Careta está como a tres verdes y dos rosas de la Tierra. Es un sitio realmente pequeño. Somos uno quinientos treinta y siete habitantes. O al menos lo éramos por aquel entonces. Era un pueblo en el que todos se conocían y se sonreían. Tampoco podían evitarlo. La Villa se organizaba alrededor de una gran plaza con un pequeño estanque de agua potable en el centro. De aquella plaza de suelos adoquinados surgían cuatro calles en forma de cruz. Mi madre, una de las pocas solteras de la ciudad vivía en la primera casa de la calle norte, una zona genial, pero sin duda muy transitada. Las casas eran todas iguales, blancas con tejados negros brillantes como diamantes y algunas telas colgadas de las paredes, una costumbre de los caretos de lo más original. Cuando llegué, la Villa estaba tranquila, los niños jugaban en la plaza, los viejos los miraban, reían y se quejaban, y los jóvenes bailaban y cantaban. Busqué una casa con una estrella amarilla sobre la puerta, señal de que esperaban a un nuevo miembro para la familia. En cuanto crucé la plaza, no pude evitar quedarme pasmado mirando aquella casa, tres grandes telas colgaban de la fachada con dibujos de caras, sonrientes como ninguna otra. Se parecían a mí. Tenían rasgos humanos. Decidí que aquella tenía que ser mi casa. Me quedé observando las telas embobado. No me di cuenta de cómo una mujer de unos veinte o treinta años salía por la puerta y se paraba a mi lado.
Pasaba las tardes observando las telas e intentaba copiarlas o crear algo similar, pero me era imposible. Fotografiaba y pintaba rostros constantemente, pero aquella sonrisa forzada se colaba en cada trazo o toma. ¡Era imposible!
Al cumplir los dieciocho, Margot decidió hacerme un regalo muy especial, ¡mi primera cámara en condiciones! No digo que la anterior no lo fuera, pero aquella era especial, y por ello, es la que uso hoy en día. Pero me estoy adelantando, perdóname.
Seguí buscando durante años aquella sonrisa de las telas, y no la encontré por supuesto, sino no estaría escribiéndote esta carta.
Un par de años de búsqueda no me sirvieron de nada, y poco después decidí abandonar Villa Careta en busca de aquella imagen que tan desesperadamente buscaba. Esto me llevo a la Tierra, sí, ya vas entendiéndolo todo mejor, ¿no? Exactamente a esta ciudad donde nos encontramos ahora. Me di cuenta de que todo era extrañamente diferente aquí. No todos llevaban careta, algunos, habían adquirido esa mala costumbre, pero eran muchos los que se habían deshecho de ellas, era impresionante, ¡no sabía por dónde empezar! ¡Quería fotografiarlos a todos!
Así, empecé a investigar como leches funcionaba este mundo tuyo, y me hice con un pequeño local donde ahora puedes encontrar mi tienda de ‘Fotografía Héctor Tuga’, que más tarde acabó apodándose ‘Fotografía de Sonrisas’. ¡Y no me fue nada mal! Vi muchas sonrisas preciosas, pero fue la tuya y no cualquier otra, la que por fin me recordó a mis telas. Y es por eso que te escribo esto. Cuando me encontraba mal, o perdido, miraba aquellas telas y me reconfortaba, me tranquilizaba, eran sonrisas reales, llenas de sentimientos, no como aquellas carentes en su totalidad de felicidad. Me gustaría por tanto que nunca la perdieras, ya que es el mayor tesoro que puedas tener, y que la enseñes a muchos otros, para que así se extienda como la espuma. No pienses que estoy loco, y ten un poquito de confianza en este fotógrafo extraño.
Concluyo así, con tu fotografía, mi colección de sonrisas fantabulosas, y espero que no olvides mis palabras, para que muchos otros puedan disfrutarla y aprender de ella. Con esto, emprendo mi viaje de vuelta a Villa Careta. Te deseo lo mejor pequeña personita.
Sonrientemente,
Héctor Tuga.
Todos creen que soy un fotógrafo como cualquier otro, pero te voy a contar un secreto: es mentira. Tócate la nariz con el cuarto dedo de la mano derecha y cierra los ojos muy fuerte. Venga hazlo, que te estoy viendo. Si no lo haces me voy a enterar y no te contaré más secretos. Bien, prosigamos… ¿Sabes por qué es mentira? Bueno, te voy a contar una historia cortita… ¡Y espérate a qué acabe eh!
Hace unos añitos (no voy a decir cuántos), llegó al mundo el ser más bonito que puedas imaginar… ¡yo! Mi madre aún vivía en Villa Careta y esperaba ansiosa mi llegada (normal, era tan guapo…). Llegué, como de costumbre, puntual como un reloj azul: a las doce de la mañana estaba en su puerta. Medía unos ochenta centímetros y sonreía como un colibrí. ¡Uy, se me olvidó! En mi mundo, los niños crecen de los árboles y cuando adquieren un tamaño de unos setenta u ochenta centímetros caen por su propio peso y van en busca de sus futuras familias. Sin duda, un nacimiento mucho más normal que el de los raritos esos de la Tierra. Perdóname, que tengo la costumbre de enrollarme como una persiana e irme por las ramas como una manzana.
Yo era un jovencito la mar de simpático, y sin duda el más guapo. En Villa Careta, todos tenían unas caras coloridas muy extrañas, y daban mucho miedo. Imagínate, ¡no tenían ni párpados! Y una sonrisa en la boca que no se movía ni para comer. Yo era un poco raro y tenía cara de terrícola. Sin duda, los terrícolas son raros, pero tienen caras bonitas, aunque muchos pueden discrepar en esto.
Villa Careta está como a tres verdes y dos rosas de la Tierra. Es un sitio realmente pequeño. Somos uno quinientos treinta y siete habitantes. O al menos lo éramos por aquel entonces. Era un pueblo en el que todos se conocían y se sonreían. Tampoco podían evitarlo. La Villa se organizaba alrededor de una gran plaza con un pequeño estanque de agua potable en el centro. De aquella plaza de suelos adoquinados surgían cuatro calles en forma de cruz. Mi madre, una de las pocas solteras de la ciudad vivía en la primera casa de la calle norte, una zona genial, pero sin duda muy transitada. Las casas eran todas iguales, blancas con tejados negros brillantes como diamantes y algunas telas colgadas de las paredes, una costumbre de los caretos de lo más original. Cuando llegué, la Villa estaba tranquila, los niños jugaban en la plaza, los viejos los miraban, reían y se quejaban, y los jóvenes bailaban y cantaban. Busqué una casa con una estrella amarilla sobre la puerta, señal de que esperaban a un nuevo miembro para la familia. En cuanto crucé la plaza, no pude evitar quedarme pasmado mirando aquella casa, tres grandes telas colgaban de la fachada con dibujos de caras, sonrientes como ninguna otra. Se parecían a mí. Tenían rasgos humanos. Decidí que aquella tenía que ser mi casa. Me quedé observando las telas embobado. No me di cuenta de cómo una mujer de unos veinte o treinta años salía por la puerta y se paraba a mi lado.
- ¿Es bonito verdad? Ver como las personas sonríen de verdad – susurró.
- Soy Margot – continuó - ¿quién eres tú?
- No lo sé – dije, ¡no tenía nombre! – Acabo de caer – dije sin más.
- ¿Aún no tienes familia? – me miró.
- No.
- ¿Te gustaría vivir aquí Héctor? – dijo volviendo a mirar las telas.
- ¿Héctor? ¡Me gusta!
- ¿Eso es un sí? – rió.
- ¡Sí!
Pasaba las tardes observando las telas e intentaba copiarlas o crear algo similar, pero me era imposible. Fotografiaba y pintaba rostros constantemente, pero aquella sonrisa forzada se colaba en cada trazo o toma. ¡Era imposible!
Al cumplir los dieciocho, Margot decidió hacerme un regalo muy especial, ¡mi primera cámara en condiciones! No digo que la anterior no lo fuera, pero aquella era especial, y por ello, es la que uso hoy en día. Pero me estoy adelantando, perdóname.
Seguí buscando durante años aquella sonrisa de las telas, y no la encontré por supuesto, sino no estaría escribiéndote esta carta.
Un par de años de búsqueda no me sirvieron de nada, y poco después decidí abandonar Villa Careta en busca de aquella imagen que tan desesperadamente buscaba. Esto me llevo a la Tierra, sí, ya vas entendiéndolo todo mejor, ¿no? Exactamente a esta ciudad donde nos encontramos ahora. Me di cuenta de que todo era extrañamente diferente aquí. No todos llevaban careta, algunos, habían adquirido esa mala costumbre, pero eran muchos los que se habían deshecho de ellas, era impresionante, ¡no sabía por dónde empezar! ¡Quería fotografiarlos a todos!
Así, empecé a investigar como leches funcionaba este mundo tuyo, y me hice con un pequeño local donde ahora puedes encontrar mi tienda de ‘Fotografía Héctor Tuga’, que más tarde acabó apodándose ‘Fotografía de Sonrisas’. ¡Y no me fue nada mal! Vi muchas sonrisas preciosas, pero fue la tuya y no cualquier otra, la que por fin me recordó a mis telas. Y es por eso que te escribo esto. Cuando me encontraba mal, o perdido, miraba aquellas telas y me reconfortaba, me tranquilizaba, eran sonrisas reales, llenas de sentimientos, no como aquellas carentes en su totalidad de felicidad. Me gustaría por tanto que nunca la perdieras, ya que es el mayor tesoro que puedas tener, y que la enseñes a muchos otros, para que así se extienda como la espuma. No pienses que estoy loco, y ten un poquito de confianza en este fotógrafo extraño.
Concluyo así, con tu fotografía, mi colección de sonrisas fantabulosas, y espero que no olvides mis palabras, para que muchos otros puedan disfrutarla y aprender de ella. Con esto, emprendo mi viaje de vuelta a Villa Careta. Te deseo lo mejor pequeña personita.
Sonrientemente,
Héctor Tuga.